En el cruce de las calles San Felipe y Pedro Loza, en la puerta de la solitaria tienda de mascotas, una mujer sostiene un cigarro frente a la jaula de los conejos blancos. Sólo una esporádica lluvia de ceniza le recuerda que ese preciso instante discurre, se agota. Dicho de otro modo, que pierde el tiempo. Siete u ocho ejemplares sienten su mirada a través de los barrotes que impiden su huida. Los más predecibles arrugan la nariz con desenfado y la observan de vuelta, otros deciden volverse de espaldas. El resto, los indecisos, se miran entre ellos como si quisieran convencerse de que aquella amenaza se irá pronto como todas las anteriores.
Sucede que, contrario a lo que nos han hecho pensar, los conejos no tienen prisa. Sus temores son de otra naturaleza. Ella lo sabía. Le gustaba saber. Ahora la mujer eleva brevemente el cigarro y aspira con malicia. Aprieta los labios coloreados con descuido. Un suspiro nubla la visión de los cautivos y poco a poco llena los espacios restantes entre sus cuerpos. El paso del humo tiñe de un gris enrarecido cada una de sus largas orejas, como para dejar rastro. Como para hacer que importe.
El encargado jamás pudo explicar de manera convincente a dónde habían ido los conejos. Sólo atinó a decir que desaparecieron uno por uno. Así: como si se hubieran evaporado
*Los textos de la Nebulosa del Cangrejo son contenido original de Anabel Casillas (Twitter: @DimeChascona)