Sabes que eres un adulto cuando se descompone tu lamparita de noche y dedicas tiempo a convencerte que ese nudo en la panza no es miedo a la oscuridad. No puede serlo. A estas alturas sé que no hay monstruos debajo de la cama ni peligros indescifrables esperando el momento exacto de quietud. Pero, por si acaso, me duermo con la tele prendida y los pies bien cubiertos.
Sospecho que con los años seguimos reaccionando de la misma manera que lo hacíamos cuando éramos niños. Aprendemos ciertos protocolos, excusas que funcionan bien, maneras de engañarnos a nosotros mismos, pero en el fondo lo que nos dicta el instinto no es tan diferente a lo que hubiéramos elegido hacer en el kinder.
No es nada fácil, pero es posible hacer el ejercicio: guardar silencio, apretar muy fuerte los ojos, respirar profundo y conectar con la historia que mejor conocemos. Ésa en la que tuvimos el papel protagónico.
Me bastó cumplir 6 años para definir algunos de los pilares de mi filosofía de vida. Pensaba que los libros eran lo mejor del mundo. Me enojaba con los compañeros que se burlaban de quienes eran diferentes porque entendía, de una forma extraña para alguien de mi edad, el dolor ajeno. Siempre quise arreglar los conflictos hablando: discusiones, negociaciones, penas amorosas de los seis años. Y cuando no me salía la voz por vergüenza, escribía.
Me dijeron que la vida me enseñaría esas cosas importantes que aún no entendía.
Ahora estoy aquí, preguntándome si eso que se escucha será un animal, un fantasma o un gremlin. Mi mamá decía que a veces los muebles crujen. Que las tuberías hacen ruido. Y yo me consuelo pensando eso. Tal y como lo hacía hace más de 20 años.
Confiamos demasiado en el paso del tiempo, pero ¿y si no fuera cierto? ¿Qué pasa si el tiempo no lo cura ni lo transforma todo?
Los conflictos son los que cambian. Se vuelven desgastantes, colectivos, insondables. Hay una sombra detrás de la puerta pero quieres creer que poco a poco dejarás de verla. Aguardas. De vez en cuando echas un vistazo. La sombra no se mueve. Hasta que llega el momento en que descubres que crecer no va a solucionar tus problemas. Que madurar no es la respuesta porque, en el fondo, los seres humanos no somos más que unos niños permanentemente asustados.
Y ciertas sombras no se disipan.
Somos lo que siempre fuimos. Pasamos toda la vida persiguiendo los mismos estímulos: recibir un abrazo, encontrar un grupo con quien jugar, regresar a casa. El tiempo no nos hace más astutos, pero sí más olvidadizos. Y mientras tanto seguimos caminando en círculos.
Lo más justo sería reconocer que no tenemos todas las respuestas, o que tal vez siempre las tuvimos pero decidimos dejarlas de lado. Que sentimos dudas, o frío, o ganas de llorar. Descubrir nuestra propia esencia. Volvernos más humanos.
Quizás eso nos permitiría aceptar que un foquito descompuesto tiene el poder de ponernos los pelos de punta. Y no hay nada de malo en eso.
*Los textos de la Nebulosa del Cangrejo son contenido original de Anabel Casillas (Twitter: @DimeChascona)