“Fue culpa de su nana”, sentenció un murmullo que se abría paso entre la falsa solemnidad de un cortejo fúnebre. Era un día cercano al fin de año y las calles de Guadalajara guardaban el perfume insistente, nauseabundo, de las coronas blancas que se multiplican hasta el fastidio. La ciudad entera se había propuesto (fingir) ajustarse a los protocolos que dicta la tristeza. No escatimaron en lamentos, ni cánticos que auguraban el cielo para los inocentes que nada tienen que temer. No faltó el eco de cientos de condolencias huecas, los abrazos incómodos, el batir de abanicos impacientes. Pero en el fondo, esa marea cabizbaja había cumplido con tomar partido: necesitaban culpar a alguien ante la fatalidad que había alcanzado al niño Nachito. Los asistentes intercambiaban conjeturas. Luego juntaban sus manos en señal de oración.
Uno por uno se asomaron morbosamente al interior del ataúd más pequeño que habían visto. Se agolpaban furiosamente por la tentación de comprobar el estado del difunto: un muñeco maquillado, enmohecido, protegido por paredes de satín. Una figura a la que se le concedió automáticamente la condición de santo, con los guantecitos blancos sobre la cruz que le habían puesto en el regazo. Y sin embargo, aquel muerto no estaba en paz.
Quienes conocieron a la familia decían que ya desde antes del nacimiento de Nachito sospecharon de su fobia: la oscuridad del vientre le provocaba espasmos. Los médicos decidieron atribuirlo a los achaques inusuales de un embarazo complicado, pero a partir de su primer día de vida lloró con desesperación implacable apenas se metía el sol. Por eso los padres evitaban que la casa quedara en penumbras. Nachito durmió cómodamente al resguardo de una habitación iluminada todas las noches. Excepto una. No se sabe si fue un soplo de viento, o las consecuencias de una nana somnolienta, pero la muerte natural quedó descartada ante el espectáculo de aquella expresión estremecida.
Lo encontraron rodeado de velas desprovistas de propósito a las primeras horas de la mañana. Tenía la frente fría, los dedos flácidos y la quijada fuera de sitio. Los padres alternaron maldiciones y puños de tierra, torturados por la visión de un niño ansioso, consumido por el llanto. Y cuando se les acabaron las fuerzas, caminaron en silencio hasta descubrir desde lejos el umbral de su hogar en tinieblas y entraron con los brazos desiertos.
A la mañana siguiente regresaron al sepulcro donde habían dejado a su hijo, en el corazón del Panteón de Belén. Circulaba el rumor de que algún desalmado había aprovechado la noche para burlar su dolor. No hizo falta más que llegar el sitio para comprobar lo que se decía: el ataúd de Nachito los esperaba a la intemperie. La imagen le causó a la madre tal impresión que mantuvo un ataque de hipo hasta bien entrada la noche, después de cobijarse muy bien los pies.
Inmediatamente regresaron los restos del niño a las profundidades de la tierra y amenazaron a los incautos que se atrevieran a repetir el acto. Pero ninguna advertencia surtió efecto.
Diez días sepultaron el féretro y diez días lo encontraron fuera de la tumba.
El padre, motivado por la intuición, pidió que los restos del niño fueran colocados en un sarcófago de cantera al ras del suelo. Era un mausoleo atípico con cuatro pilares, coronados cada uno por una antorcha. De pie, frente a aquella nueva construcción, se santiguó con una devoción inédita y le prometió a Nachito que nunca más pasaría un momento de oscuridad. Esa noche el ataúd no cambió de lugar y los padres tuvieron la certidumbre de que su hijo los escuchaba.
Poco a poco, los curiosos se acercaron a los padres con el fin de repartir (falsas) palmadas de consuelo. Todo pretexto parecía indicado para atestiguar el posible fenómeno paranormal. Unos preguntaban por la salud de la madre o los cambios repentinos de clima. Otros pasaban “casualmente” por el panteón, sin acercarse demasiado (en caso de que resultaran ciertos los rumores). Las historias surgían y se modificaban en un vaivén constante. El rumor se extendió pronto hacia otras ciudades y cada vez había más voces que aseguraban haber visto de reojo a Nachito corriendo cerca del sepulcro. El veredicto fue que el fantasma era real. Un cúmulo de juguetes, dulces y lámparas aumentaba diariamente, debido a los visitantes conmovidos que añoraban una aparición.
La última en dudar fue una mujer que había viajado desde muy lejos a causa de la curiosidad. Pidió al velador quedarse un tiempo para saber- de una vez por todas- si era cierto lo que se decía del ánima de aquel niño y le habló sin parar de cosas sin importancia. Luego le mostró una cámara fotográfica en una funda desgastada. El hombre aceptó sin pensarlo demasiado, aun cuando sabía por experiencia propia que era muy mala idea desafiar los impulsos de los espíritus.
Esa noche, cayó sobre el panteón una lluvia fresca. No cruzaron una sola palabra hasta que al cabo de un tiempo, escucharon el ruido inconfundible de una pelota rebotando a sus espaldas.
-Pero, ¿es posible?- preguntó la mujer apretando la cámara
Una sonrisa de lado apareció sin prisa en el rostro del velador.
-Júzguelo usted misma. Sólo acérquese a la luz.
*Los textos de la Nebulosa del Cangrejo son contenido original de Anabel Casillas (Twitter: @DimeChascona)
Luis
November 3, 2019Buenas noches, Nachito…