Por ese entonces tenía quizás 13 años y todas las crisis posibles de la adolescencia. Las mañanas en Guadalajara pocas veces eran frías, aun cuando yo iniciaba antes de que saliera el sol. Odiaba el escándalo de mi despertador alarmista que jamás me concedía el derecho a regresar a la vida con cierta tranquilidad. Muy pronto lo cambié por una rutina que marcaría mi destino para siempre. Pedí un nuevo despertador: uno moderno. A las 6:15 de la mañana, sin falta, se encendía automáticamente la radio. Me gustaba quedarme quieta oyendo las voces de esas personas que creía conocer. Me gustaban también las canciones pop que escuchaba hasta el cansancio (“es que este amor es azul, como el mar azul”) y esa suerte de lo imprevisible que representaba que esa mañana precisamente pusieran la canción que quería escuchar. Mi hermana compartía cuarto conmigo en ese entonces y muchas veces se quejó de mi ritual, pero para mí era importante comenzar así. De otro modo era como si me faltara algo.
Mi papá nos llevaba a la escuela casi siempre con prisa. En esta familia ninguno fuimos bendecidos con el don de la puntualidad. Apenas arrancaba, decía una oración para iniciar el día. Luego me dejaba encender la radio del coche durante el breve trayecto. Uno de mis pocos talentos por esos años era cruzar el umbral de la secundaria por la grieta restante entre la puerta y la mirada de reproche de la prefecta que todas las mañanas decía lo mismo: “muy bonito-muy bonito”.
Luego tuve una grabadora. Cerca de las 7 de la noche volvía a quedarme a solas en mi cuarto para oír la radio. Pronto descubrí que podía grabar las canciones que me gustaban en un casette, así que apenas reconocía los primeros acordes, pegaba la carrera hasta el botón de rec y me sentía una campeona por no tener que depender siempre del azar, aunque las canciones me quedaran un poco mochas (conservo esos tesoros en un momento histórico en el que existe gente que ya no sabe ni siquiera qué es un casette). “Hija, ¿no te gustaría ser locutora?” ¡Cuántas veces no imaginé lo mucho que me gustaría intentarlo! ¿Qué diría al saludar? ¿En qué tono pronunciaría mi nombre? ¿De qué iba a hablar? Parecía un sueño imposible.
El ritual me acompañó a la prepa. Pulsar, Planeta, Súper Stereo. Después EXA, los 40, RMX. Hasta llegar a la licenciatura. Radio Universidad de Guadalajara apareció en mi vida apenas Gaby Bautista se apoderó de nuestra aula para impartir la materia de producción radiofónica. Ella nos hablaba de los misterios de “Doña Radio”, con esa solemnidad y cariño que le tenía a ese personaje a quien le ha dedicado la vida. Nos contaba de la importancia de la imaginación, de las creaciones de sus compañeros, de la emoción que sentía de ver las puestas de sol por las ventanas del piso 12 de ese edificio desde el que despegaban las ondas hertzianas. Y también dijo algo que resultó ser el punto clave conmigo: también en la radio se podía escribir.
Así fue como me volví una becaria no requerida en las instalaciones de Radio UdeG. Poco a poco fui descubriendo que ese era un sitio lleno de historias. Todos conocían a Doña Radio: habían crecido en sus cabinas. Tenían sus propios episodios de amor con ese medio que por alguna razón les hacía encontrarse consigo mismos. Radio UdeG es un microcosmos. Las luces que viajan de extremo a extremo de este universo surgen de la posibilidad de hacer lo que nos gusta.

Gaby me enseñó todo lo que sé. “Encuentra tu voz”, me decía. Al principio no entendía qué quería decir eso, pero esa es la paradoja de todos los iniciados: sólo en la medida en la que hallaba pistas, fui reconociendo lo que estaba buscando. Y cada vez lo tenía más claro.
Antes de que pudiera darme cuenta, Doña Radio era parte de mí misma. El sueño que alguna vez me sonó imposible, me llevó hasta los micrófonos. Cuando pienso en eso me doy cuenta de lo afortunada que he sido: mi tiempo al aire me ha dado muchos de los momentos más felices de mi vida. Todavía después de años sigo sorprendida de saber que alguien nos escucha. Que soy parte del día a día de muchas personas que conocen nuestras voces y que sostienen conversaciones con nosotros, aunque a veces no podamos escucharlas.
Ahora tengo más años y todas las crisis de la adultez. Pero hay una cosa que no ha cambiado desde que tengo memoria. Si pudiera elegir, dedicaría el tiempo que me resta en este mundo a dos cosas: escribir e ir a la radio. ”La vida hay que ganársela”, decía Ray Bradbury, y con esto no se refería a obtener un sueldo. Quería decir que más allá de respirar, o movernos, estar vivos nos exige alguna forma de recompensa. Una motivada por “zest and gusto”. Una que sólo pueda existir gracias a esos detalles que nos provocan entusiasmo.
Conozco esa sensación cada vez que me declaro del otro lado del micrófono, pero también cuando escucho, porque la radio es un medio de ida y vuelta. Y a mí, como a casi todos, me encanta que me cuenten cosas. No será ninguna novedad mencionar que ahora lo consigo gracias a un celular con el que sintonizo a Doña Radio- ubicua, persistente- para ver qué cuenta. Sólo aguardo. Escucho. Eso también es parte de los rituales de mi existencia.

*Los textos de la Nebulosa del Cangrejo son contenido original de Anabel Casillas (Twitter: @DimeChascona).