Cuando los maestros nombraban a Gerardo Topete, nunca faltaba el compañero que susurraba “¿y ese quién es?” Sonaba a un perfecto extraño. Nosotros le decíamos Pinocho.
Era un alumno peculiar que se había mantenido en la Prepa mucho más tiempo del necesario. Por aquel entonces, estábamos en los últimos semestres y -con algo de suerte- se graduaría con nosotros. No era muy alto, ni tampoco especialmente flaco. Sus camisas habían adquirido algunas manchas amarillentas producto del descuido y del poco entusiasmo para tallar. Tenía una personalidad casi eléctrica que le hacía hablar apresuradamente. Era como si sus pensamientos fueran una ruta confusa de cientos de pájaros batiendo las alas en diferentes direcciones. Olvidaba las cosas. No hubo fiesta, competencia ni problema en el que no estuviera inmiscuido. Ni nosotros, pues. Digamos que Dios nos hace y solitos nos juntamos.
Muchas veces lo escuché contar situaciones que parecían imposibles, pero en una ocasión confesó algo que me hizo dudar.
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“Wey ¡WEY!, me gané la lotería, wey. Es neta. Yo tampoco lo creía pero como que amanecí con un presentimiento y compré el número 17 justo antes de entrar a clase de Amézquita. ¿Cómo que qué voy a hacer? Ya le dije a Fernanda que nos casemos. ¡No te rías, wey! ¡En serio, wey! Me voy de luna de miel a Hawái. Te voy a invitar. A ti y a toda la bandita, para que vayan consiguiendo zapatos. Va a estar bien perro, en salón acá y toda la cosa. Para que toquemos.
Oh, pues, síguete burlando, wey. Ya te voy a ver el mero día de padrino pepón. Eres un baboso, wey”.
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Y Pinocho no mentía. Pensé que las campanas del Templo Expiatorio nunca habían sonado tan fuerte. Hasta los 12 discípulos del reloj dieron doble vuelta como para celebrar el acontecimiento (esto era algo sorprendente porque los santos, especialmente los mecánicos, no relajan la disciplina ni negocian sus horarios). Mis amigos no se quedaron a observar el milagro. Estaban ocupados en la mundana tarea de comprar elotes en una esquina de la explanada.
Pinocho sonreía al apretar la mano de su novia vestida de blanco.
-¿Alguien necesita boletos?- decía mientras agitaba los pases para la fiesta y los repartía como si fueran estampitas- Neta, si necesitas para tu hermana o algo me dices, wey. ¿Sí le entendieron al mapa?
Luego los recién casados subieron al asiento trasero de un auto desvencijado al que comenzaba a caérsele el moño blanco. Se despidieron de nosotros tocando el claxon.
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Éramos un grupo de seis personas. Eso complicó la logística de tomar un taxi. Tres conductores se negaron a darnos el servicio por más que Ricardo, diligente, ofrecía una y otra vez llevar a Lorena sentada sobre sus piernas. El cuarto taxista aceptó. Dijo que nos iríamos callejeando para no encontrarnos con algún tránsito. Abrí la ventana de nuestro “taxi sardina”. Muy pronto nos adentramos en la parte del centro de Guadalajara que es famosa por ser una de día y otra de noche. Pasamos frente a las puertas de las cantinas. Los colores neón nos lastimaban los ojos. Olía a basura. Era fascinante. Un travesti nos sonrió sin disimulo cuando bajamos del auto. Nos acercamos a la puerta del salón.
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De acuerdo, tal vez Pinocho mentía un poco. Lo supe cuando una cartulina fluorescente nos dejó fríos. Usé el celular para leer en voz alta la indicación de alguien que había escrito con pluma negra: “este evento se ha cancelado por falta de pago”. Seguro nos habíamos equivocado de lugar. Llamé a Pinocho.
“Sí, wey, es que pues…me quedé sin lana por pagar el templo y estos lacras no me quisieron fiar. Pero no importa, cáiganle a la casa de Fernanda y aquí compramos chelas o algo. Aquí están ya la familia, el Ruda, Mariana y vemos. Cáiganle, neta”.
¿Qué más podíamos hacer? ¡Pues fuimos!
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La gente se acomodó alrededor de la inmensidad del pastel. Tíos, suegros, amigos varios. Olía a que alguien se había concedido la licencia de quitarse los zapatos. Una voz perdida sugirió ir a la taquería más cercana. “Siéntense. Siéntense, muchachos”. Pero no sabíamos dónde. Unos se fueron a buscar un escalón desocupado o compartieron el piso junto a la puerta del baño. Encontré un espacio en el sillón.
Nunca habíamos estado tan elegantes en una situación tan incómoda. Agradecimos la rebanada de pastel sin saber qué más decir. La novia usaba una mano para repartir los platos y otra para levantar un poco su vestido. Pensamos que lloraría o algo, pero no, parecía que no había habido ningún percance. Alguien rompió el silencio al darle play a la música de su celular. Ella comenzó a bailar, sumida en su propia fantasía de princesa desposada.
La primera cucharada fue la del sabor miserable del betún. Nos sentíamos tan apretados como en el taxi. Una de las tías intentó reacomodarse la faja sobre la cadera sudorosa. “Saboreen bien el pastel. Es lo único que va a haber”. Luego encendió un cigarro con un gesto de desprecio.
Cuando la mamá de Pinocho se arrancó la primera pestaña postiza supimos que era el momento de la decadencia. Teníamos hambre y vergüenza, así que nos hicimos una seña para salir a buscar papas y caguamas. De regreso, nos quedamos en la cochera. Era tan raro que comenzó a ser divertido. Pronto se organizó la víbora de la mar. Fernanda lanzó el ramo encaramada en una silla del comedor. El foco amarillento de la sala parpadeaba peligrosamente.
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Más de un invitado exigió una explicación de todo aquello. La novia dijo, en todos los casos, que no alcanzaba a entender porque le zumbaban los oídos. El novio, en cambio, no paró de ofrecer disculpas. Parecía ebrio pero no lo estaba. Disfrutaba desde una dimensión desconocida. Mi amigo era feliz. Más feliz que nunca.
Epílogo
Pinocho celebra 20 años de matrimonio. Entre su catálogo de aventuras cuenta con una habilidad especial para abrir cajas fuertes, haber salvado vaquitas marinas y una abducción que recuerda claramente. Dicen que más de una vez pasó la noche en la cárcel balbuceando explicaciones. Nunca estuvo en Hawái, pero siempre presumió un collar de flores que pendía del marco de la puerta.
*Los textos de la Nebulosa del Cangrejo son contenido original de Anabel Casillas (Twitter: @DimeChascona)